El río fluye, constante y libre,
abriendo su camino entre las piedras,
sin detenerse,
sin discriminar,
tocando todo a su paso
con la misma gracia infinita.
Pero a veces, en nuestra prisa por guiar,
nos detenemos junto al agua,
como si pudiéramos contenerla,
como si su curso dependiera de nuestras manos.
El evangelio, ese río de gracia,
no necesita guardianes ni puertas.
Es una corriente que corre libre,
sin preguntar quién se acerca,
porque su misión no es excluir,
sino abrazar a los sedientos.
El fariseo se alza junto al río,
orgulloso de su ayuno,
de sus oraciones,
convencido de su pureza,
pero ciego a su mayor debilidad:
el peso del orgullo que nunca suelta.
El publicano, en cambio,
se inclina al borde del agua,
golpeándose el pecho,
dejando atrás lo que le sobra:
el miedo, las máscaras,
la ilusión de merecerlo.
Y el publicano va a casa justificado,
porque el río no distingue méritos,
sino corazones dispuestos a soltar
lo que nunca fue necesario.
Tal vez el llamado no sea a guiar el río,
ni a detener su curso,
sino a caminar junto a él,
dejándonos tocar por sus aguas
y llevando su frescura
a quienes aún no se han acercado.
El camino al Padre no necesita puertas,
ni guardianes, ni balanzas,
solo corazones descalzos
y manos abiertas.
Porque al final, el río sigue su curso,
y en sus aguas claras
se revela la única verdad:
nadie condena,
nadie puede,
porque todos somos los mismos sedientos,
de pie junto al río de gracia,
de rodillas ante la cruz.
Por: Jomayra Soto