Estamos en una era donde la información y el acceso a recursos espirituales son casi ilimitados. Leemos la Biblia, oramos, escuchamos sermones, y participamos en eventos de la iglesia. Sin embargo, a pesar de todo lo que “consumimos”, nos encontramos con el fenómeno de la obesidad espiritual: acumulamos prácticas, conocimiento y experiencias, pero sin permitir que estas transformen nuestras vidas en un reflejo del amor de Cristo. Este exceso nos afecta espiritualmente de manera similar a cómo la obesidad física afecta el cuerpo.
La cercanía a Dios no se mide solo por cuánto sabemos o cuánto practicamos, sino por cuánto nos parecemos a Él. Jesús no nos llamó solo a llenarnos de conocimiento, sino a vivir una vida que refleje Su carácter. No es cuánto hablas de Dios, es cuánto te pareces a Él.
¿Qué es la obesidad espiritual?
La obesidad espiritual se produce cuando recibimos mucho de Dios—enseñanzas, estudios bíblicos, oración, ayuno—pero no lo derramamos en amor y compasión hacia los demás. Nos convertimos en “oyentes olvidadizos” en lugar de “hacedores de la palabra” (Santiago 1:22). Este tipo de vida espiritual puede llegar a ser perjudicial, ya que produce una fe inflada que se enfoca en acumular más para uno mismo, sin canalizarlo en gestos que manifiesten amor y servicio.
Es como el fariseo en la parábola del fariseo y el publicano (Lucas 18:9-14). El fariseo sabía todas las prácticas correctas: oraba, ayunaba y diezmaba. Sin embargo, todo eso le llevó a una arrogancia espiritual y a una falta de compasión. Su relación con Dios estaba basada en el “yo cumplo”, pero su corazón estaba lejos de la humildad y el servicio. Es como un cuerpo que consume demasiados alimentos sin ejercitarse, provocando un deterioro general. El resultado es una vida centrada en uno mismo, sin fluir hacia los demás.
El peligro de la obesidad espiritual
Cuando hablamos de obesidad espiritual, estamos hablando de un exceso de prácticas y conocimientos que no se traduce en una vida transformada. Este tipo de vida se asemeja a lo que Jesús denunció en los fariseos, llamándolos “sepulcros blanqueados” (Mateo 23:27). Por fuera, parecen correctos y religiosos, pero por dentro están vacíos de compasión y humildad.
Así como la obesidad física afecta la movilidad y el bienestar, la obesidad espiritual nos vuelve inmóviles para el Reino de Dios. Sabemos mucho, pero no lo vivimos plenamente. Escuchamos enseñanzas, pero no las integramos en nuestra conducta diaria. Romanos 2:13 nos recuerda que “no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los que la cumplen”. El conocimiento espiritual que no produce frutos es estéril.
La verdadera cercanía a Dios
La verdadera cercanía a Dios no se mide por cuánto acumulamos espiritualmente, sino por cuánto nos parecemos a Él. La Biblia nos llama a ser imitadores de Dios (Efesios 5:1), lo que significa que nuestras vidas deben reflejar Su amor, compasión y misericordia. “De la abundancia del corazón habla la boca” (Lucas 6:45). Si nuestro corazón está lleno de Dios, nuestras palabras y acciones reflejarán esa abundancia en amor y servicio hacia los demás.
Jesús nos da un modelo claro: su vida estuvo marcada no solo por la oración o las enseñanzas, sino por su entrega total al bienestar de otros. “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir” (Mateo 20:28). Este es el antídoto para la obesidad espiritual: permitir que lo que hemos recibido de Dios fluya a través de nosotros, beneficiando a los demás.
El remedio: Volvernos canales de gracia
Así como la solución a la obesidad física es el movimiento y el equilibrio, la solución a la obesidad espiritual es permitir que lo que recibimos de Dios fluya de manera natural hacia quienes nos rodean. No se trata solo de acumular más conocimiento o prácticas, sino de ser transformados internamente para luego reflejarlo externamente.
- Practicar la compasión intencionadamente: La fe sin obras es muerta (Santiago 2:17), y el conocimiento espiritual sin compasión también lo es. Jesús fue movido por compasión, y esa misma empatía debe movernos a actuar en favor de otros, no solo como respuesta automática, sino con un sentido intencional de compartir el amor de Dios.
- Vivir lo que predicamos: No basta con hablar del amor de Dios; debemos vivirlo. 1 Juan 3:18 nos exhorta: “No amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad”. El verdadero testimonio de nuestra fe no está solo en nuestras palabras, sino en cómo tratamos a los demás y en cómo manifestamos el evangelio a través de nuestra vida diaria.
- Vaciarnos para ser llenos de nuevo: En Filipenses 2:7-8, vemos que Jesús, “siendo Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo”. Al despojarnos de nuestro orgullo, de nuestros logros y de nuestras comodidades, permitimos que Dios nos llene con su presencia de manera más profunda. Vaciarse no es perder, es permitir que Dios renueve constantemente lo que tenemos para ofrecer a los demás.
La obesidad espiritual es una trampa sutil que nos hace creer que cuanto más sabemos o practicamos, más cerca estamos de Dios. Pero la verdadera cercanía con Él no está en cuántas actividades acumulamos, sino en cuánto reflejamos Su carácter. ¿Nos estamos llenando de Dios, pero sin vaciarnos en compasión y misericordia hacia los demás? ¿Somos oyentes que acumulan, o somos verdaderamente hacedores de Su Palabra?
Somos llamados a parecernos más a Jesús. Nuestra vida espiritual debe fluir hacia los demás, como ríos de agua viva que dan vida y refrescan a aquellos que nos rodean (Juan 7:38). La obesidad espiritual se cura cuando permitimos que lo que Dios ha depositado en nosotros sea compartido en amor, humildad y servicio. Cuando hacemos esto, dejamos de ser fariseos orgullosos y nos convertimos en discípulos que reflejan el carácter de Cristo, viviendo una fe que transforma corazones y que está al servicio de los demás.
December 10, 2024
Me encantó leer este blog! Gracias por compartir🤍🙏🏼