Si mi vida fuera una partitura, sé que cada nota armonizaría a la perfección con el corazón del Copista. Desde antes de plasmar la primera figura en el pentagrama del tiempo, Él ya había soñado cada melodía, cada pausa, cada matiz.
Sabía que no todo serían blancas y redondas que fluyen con suavidad; también habría corcheas apresuradas, semicorcheas intensas y síncopas inesperadas que me harían sentir fuera de compás. Sabía que los silencios llegarían, no como ausencia, sino como pausas necesarias para dar forma a la música. Sabía que en algunos pasajes, un calderón sostendría una nota por más tiempo del que yo hubiera querido, enseñándome a esperar sin perder la armonía.
Pero en esta composición, nada está fuera de lugar. Cada figura rítmica es justa, cada acorde tiene propósito, cada cambio de tonalidad trae una nueva expresión. Porque el Copista no solo escribe la música, Él la dirige.
Y aquí estoy, en un Selah. Una pausa que parece eterna, pero que en realidad solo prepara el siguiente compás. Un descanso que no es un final, sino un espacio de reflexión. No es un “por qué”, sino un “para qué”.
En este interludio, mi alma se pregunta con sinceridad:
“¿Por qué te abates, oh alma mía,
Y por qué te turbas dentro de mí?
Espera en Dios; porque aún he de alabarle,
Salvación mía y Dios mío.” (Salmo 42:11)
La historia no ha terminado, el tempo sigue marcando su curso. Aunque me desvíe del compás, la gracia del Director me devuelve al tiempo correcto.
Voy camino a la construcción de una melodía que se sostendrá por la eternidad. No todos entenderán esta composición, algunos la encontrarán compleja, disonante en ciertos momentos, con modulaciones inesperadas. Pero sé que quien la escribió la pensó perfecta.
Así que sigo tocando, sigo afinando cada acorde a Su voluntad. Porque esta obra no es mía, pero en cada nota puedo elegir honrar al Compositor, dando la mejor melodía que mi vida pueda ofrecer.
Su gracia es suficiente. Y su canción aún no ha terminado.