Poema: Río de gracia
El río fluye, constante y libre,
abriendo su camino entre las piedras,
sin detenerse,
sin discriminar,
tocando todo a su paso
con la misma gracia infinita.
Pero a veces, en nuestra prisa por guiar,
nos detenemos junto al agua,
como si pudiéramos contenerla,
como si su curso dependiera de nuestras manos.
El evangelio, ese río de gracia,
no necesita guardianes ni puertas.
Es una corriente que corre libre,
sin preguntar quién se acerca,
porque su misión no es excluir,
sino abrazar a los sedientos.
El fariseo se alza junto al río,
orgulloso de su ayuno,
de sus oraciones,
convencido de su pureza,
pero ciego a su mayor debilidad:
el peso del orgullo que nunca suelta.
El publicano, en cambio,
se inclina al borde del agua,
golpeándose el pecho,
dejando atrás lo que le sobra:
el miedo, las máscaras,
la ilusión de merecerlo.
Y el publicano va a casa justificado,
porque el río no distingue méritos,
sino corazones dispuestos a soltar
lo que nunca fue necesario.
Tal vez el llamado no sea a guiar el río,
ni a detener su curso,
sino a caminar junto a él,
dejándonos tocar por sus aguas
y llevando su frescura
a quienes aún no se han acercado.
El camino al Padre no necesita puertas,
ni guardianes, ni balanzas,
solo corazones descalzos
y manos abiertas.
Porque al final, el río sigue su curso,
y en sus aguas claras
se revela la única verdad:
nadie condena,
nadie puede,
porque todos somos los mismos sedientos,
de pie junto al río de gracia,
de rodillas ante la cruz.
Por: Jomayra Soto
Poema: El vuelo del bumerán
El vuelo es un círculo sin fin,
una danza de ida y vuelta
donde las grietas se confunden con ecos.
Lo que parte con fuerza, regresa en silencio,
cargando en sus bordes el peso del quebranto.
Nos envolvemos en capas que no protegen,
collares de humo y ecos sin forma,
tratando de cubrir lo que tememos mirar.
Pero el fuego que encendemos al intentar ocultarnos
no solo calcina lo que toca,
sino que deja al descubierto nuestras propias grietas.
Y mientras las llamas se apagan,
el viento recoge las cenizas,
testigos mudos que nunca desaparecen.
Las palabras vuelan como cenizas,
siempre creyendo que el viento las llevará lejos,
pero olvidamos que el aire nunca olvida.
Cada susurro, cada piedra lanzada,
halla su ruta de regreso,
porque no hay distancia suficiente
que escape de lo que somos.
¿Y si el cambio no estuviera en el vuelo,
ni en el eco de nuestras palabras,
sino en el silencio que precede al grito?
En la pausa que abre espacio para mirar adentro,
donde las grietas no son un fracaso,
sino puertas hacia lo que puede ser restaurado.
Despojémonos del humo, de los tintineos que confunden,
y volvamos al nido.
Ahí donde todo inicia.
Ahí donde el secreto de Dios envuelve,
y donde nos forja para cada día parecernos más a su imagen.
– Jomayra Soto